¿Sangra el abismo? Contracciones de una Noche de Pascua
Las recensiones se escriben o por encargo o por iniciativa propia. En este segundo caso, la deuda con el reseñista la saldará el interés de la obra o la enjundia del asunto tratado. Estas últimas razones me traen hoy ante el reto de escribir sobre el nuevo libro de poemas de Carlos Peinado Elliot, cuyo título, ¿Sangra el abismo? Contracciones de una Noche de Pascua, consigue erizarte el ánimo antes de comenzarlo, como anticipo de una lectura de la que no se sale indemne. Las citas de Silouan y Unamuno con las que se abre el volumen nos lo advierten. La obra, de poderoso alcance visionario, complejo andamiaje y apabullante vuelo lírico, es el trabajo de un enamorado del lenguaje poético, comprometido heroicamente con su vocación. Ningún otro razonamiento justificaría una empresa semejante. No en vano, Peinado Elliot, previamente autor del hermoso poemario La herrumbre herida ―como un anticipo mucho más íntimo de lo que aquí se ofrece abiertamente y sin miramientos―, es coordinador del máster en escritura creativa de la Universidad de Sevilla, donde también imparte asignaturas de literatura española del siglo XX y actual; y es, asimismo, artífice de importantes estudios, monografías y ensayos sobre poesía contemporánea, en especial en sus relaciones con lo sagrado. Entre sus ensayos destacados —y ya de referencia— se encuentran títulos como Unidad y trascendencia. Estudio sobre la obra de José Ángel Valente, Tras la huella de María Zambrano o Lo sagrado en la generación poética del 70 (Sánchez Robaina, Colinas, Maillard, Janés, C.A. Molina).
«En esta noche están todas las noches/ […]/ Espacio mío y cuerpo mío tú: noche de Pascua». Con estos versos del último poema del libro se despliega ante nosotros el mapa del paisaje en él recorrido. Ciertamente, un camino desgarrador en muchos tramos, oscuro y violento, que confieso haber transitado sin dejar de respirar en él la esperanza. Porque aquí se desentraña la noche de Pascua, cuanto supone de descenso hasta las habitaciones de la muerte, pero de igual manera su implícito mensaje de resurrección. Esta perspectiva la encontramos, cuando menos sugerida, en otros episodios de la trayectoria del autor. Así sucede en su ensayo sobre la obra de José Ángel Valente, donde se comenta cómo el poeta gallego alude al sacrificio de animales, e incluso de dioses, en su poema «Sobre un cuadro de Luis Fernández». Dice Valente: «Había dioses muertos,/ reses decapitadas, súbitas/ manzanas/ que encendían la vida». Versos que Peinado Elliot emplea para explicarnos cómo en el autor de los cincuenta esta decapitación simboliza el sacrificio, el camino de la desposesión y la noche oscura, y su unidad con la transparencia, «con la disponibilidad del yo, que se vacía de sí mismo para que otro lo habite», por emplear palabras de nuestro autor en el citado ensayo. ¿Cómo explicar, si no, que en este Sangra el abismo muchas de las escenas se emparenten con la fossa sanguinis, en alusión al lugar donde en la antigüedad romana se hacían ritos de iniciación al culto del dios Mitra mediante el sacrificio del toro, bañando a uno o más iniciados en su sangre?
La mayor parte de los textos que forman el retablo ―ciertamente barroco― del volumen son poemas en prosa, alternados con algunos en verso. Estos últimos recuerdan por tramos al mencionado La herrumbre herida. También, ocasionalmente, aparecen caligramas y curiosas notas al pie. Asimismo, los poemas se preceden de información adicional entre diples y corchetes, como sucede en las reconstrucciones textuales. A menudo se trata de elementos de templos, basílicas, monasterios y colegiatas del arte cristiano, por lo que encontramos citados entre ellos: bóvedas estrelladas, canecillos, capillas funerarias, girolas, pináculos, salas capitulares, tímpanos, vitrales… Igualmente componentes y lugares propios de la arqueología antigua, como los mithraeum, que podían contener, como en el caso de las Termas de Caracalla, la mencionada fossa sanguinis. Del mismo modo, diversos espacios y seres mitológicos. Tal es el caso de las Sibilas y Quimeras. Sea como fuere, todos ellos permiten ensanchar el relato poético. De esta forma, mientras los poemas se ciñen a una experiencia contemporánea, el espacio-tiempo paralelo desplegado en las acotaciones incide en el carácter histórico, terminante y existencial de lo narrado. Proporcionan una perspectiva totalizadora. Se habla, por tanto, de lugares comunes a todos, de asuntos universales.
Partimos de una hoguera en los primeros textos y casi en una hoguera permanecemos hasta el final. Este se rubrica con unos versos de Pound en su inglés de origen, que me permito transcribir aquí traducidos: «Primero vino lo visto, después así lo palpable/ Elysium, aunque fuera en las salas del infierno». Una oscuridad, por tanto, reivindicada como lugar donde brotan los rayos de sol de los Campos Elíseos, donde la claridad se haga surtidor o embalse o ambas cosas a la vez. Confiesa William Congdon, el pintor expresionista de la escuela de Nueva York, formado en las canteras artísticas de la Action Painting, y que desde el año 1998 vivió en el monasterio de San Pedro y San Pablo en las proximidades de Milán: «Pinto sobre negro porque pintar no es representar una luz que existe y basta, sino más bien participar de la luz que está derivando desde la oscuridad». No debe extrañarnos, por tanto, que el texto se haga eco del fuego que nos consume física, psicológica y espiritualmente, pero que convive con una lumbre interior; con una luz descerrajada en las entrañas para subrayar un origen y un destino de salvación entre las cenizas. De facto, en la segunda de las ocho secciones del poemario, encontramos ya algunas paradojas inocultables. Entre los numerosos escenarios de barbarie, abusos, torturas y crímenes, no se pierde de vista el logos, para hacernos comprender que todo se contempla aquí desde la perspectiva del sábado; desde la noche de las noches a la que sucede la Pascua, cuando arrancan al «hijo único» de su madre y «el Padre pierde pie y se quiebra», según leemos en un poema precisamente subtitulado «[fundamento]» (pág. 57). Un original ejemplo del escenario de atrocidades ofrecido lo hallamos en el singularísimo reportaje poético —¿o habríamos de decir poesía de reportaje?— «Intermedio informativo: noche de Iguala», basado en los espeluznantes sucesos y la controvertida desaparición de 43 estudiantes procedentes de la Escuela Normal Rural Raul Isidro Burgos de Ayotzinapa, la noche del 26 de septiembre de 2014, en Iguala, Guerrero (México), donde la verdad difundida desde el poder enmascaró las investigaciones sobre la aún no esclarecida participación en los hechos de las fuerzas de orden público —y su posterior y aún más abominable ocultamiento—, que se incriminaron oficialmente al grupo criminal Guerreros Unidos. Un episodio, por otro lado, que, desde la perspectiva unitaria con la que debe ser valorada toda obra, es también un elocuente texto de denuncia. Todo este abordaje me lleva a reparar en unas palabras de Paolo Mangini en su introducción al libro El sábado de la Historia, donde con audacia se confrontan los posicionamientos del mencionado Congdon con algunas meditaciones de Ratzinger, aún en su etapa de cardenal, a propósito del valor del Sábado Santo: «Tanto quien cree como quien rechaza o renuncia a ver en Jesús de Nazaret al Cristo tiene posibilidad de medirse aquí con algunas de las estructuras de fondo de la experiencia de todo hombre, de la historia de todos los hombres: calumnia y justicia, sueños premonitorios y búsqueda de la verdad, uso del poder, cruel ejercicio de la fuerza, manifestación de afecto, de remordimiento y de llanto, codicia y maravilla, terror, soledad, abandono total. Hasta la muerte, que a todos nos hace iguales; hasta el desesperado silencio del sepulcro». De hecho, nada se nos ahorra en el volumen, ni siquiera en su tramo intermedio, que insiste en su retrato del horror sin reparos de hacerlo, por lo que cada brizna de claridad, cada meandro de alivio, cada vello erizado por la posibilidad de un soplo de luz y un rescoldo de amor encontrado en la obra descuella y se subraya. Es destacable asimismo cómo en su sexta parte, «Cámara nupcial», hay un espacio reservado a las relaciones afectivas y sexuales. En ellas media el amor y media el odio. No hay censura y algunas sugerencias bochornosas y hasta repugnantes se deslizan. El fresco dibujado se convierte, de nuevo, en un artefacto de denuncia de las relaciones abusivas, desiguales e inasumibles. Y nada queda sin decirse, a pesar del lenguaje esquivo, tan atroz y directo como imprevisible y extrañamente delicado. Hay una rara habilidad en Peinado Elliot a lo largo de todo el poemario para resultar inequívoco sin caer en lo soez. Finalmente, vemos precipitarse el texto por un despeñadero de contradicciones y claroscuros que nos salen al paso, como reflejo del alma humana, que hace sentir al personaje poético «toro y hombre, monstruo y héroe» pues «es noche y Pascua y amanece» (pág. 132). Ya próximos a la conclusión de la aventura nunca deja de aparecer la luz que emerge de esa noche de Pascua, «penetra la tierra y la desata» para plantearse si arder en ella, para «¿[…] nacer (cuando el cansancio de la vida ahoga)?» (pág. 136).
No debería añadir nada a lo dicho para cerrar estas observaciones de lectura. A mí el libro me ha dejado desconcertado y en silencio. Me ha sacudido y reconozco estar sobrecogido. Pero, lejos de turbarme, me ha trasladado hasta un espacio de vigilia a la luz del cirio Pascual, como celebración del amanecer de la Luz del mundo. Me ha confirmado, además, que las tensiones del alma humana y las posibilidades del lenguaje poético para darles voz resultan insobornables, y que no hay canon con posibilidad de domeñarlas. Por recordárnoslo, realmente estamos en deuda con Peinado Elliot, que bien lo sabe cuando en el atrio del volumen incluye las mencionadas palabras de Unamuno, con las que me gustaría concluir: «Mira lector, aunque no te conozco, te quiero tanto que si pudiese tenerte en mis manos te abriría el pecho y en el cogollo del corazón te rasgaría una llaga y te pondría allí vinagre y sal para que no pudieses descansar nunca y vivieras en perpetua zozobra y anhelo inacabable […]» (Unamuno: Vida de Don Quijote y Sancho).
[circumambulación segunda]
Ya acabó la vigilia. En la memoria sigue brillando el cirio. Es el balcón?, contemplo las estrellas, el camino que lleva hacia la casa. La hilera de cipreses roza el cielo, su concha las palmeras. El campo, iluminado, resplandece. Esta es la hora en la que el lucero parece descender sobre nosotros, blanca cascada nos invade, luz que se inclina en esta noche (velo), y al penetrar la tierra la desata.
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