Los propios pasos
Pensar en todos
Decir los propios pasos no es un hipérbaton, sino una acción premeditada. El aforista hace malabares con las palabras. Las convoca, las baraja y finalmente las ordena para conseguir alcanzarnos y herirnos. Para satisfacer nuestra sed de hallazgos valiosos. Acertar en el centro de nuestros pesares y motivaciones es labor de francotirador. Los propios pasos no es un hipérbaton, porque entonces los pasos serían únicamente los de Daniel Mocher. Pero el autor renuncia a hablarnos en exclusiva de su mundo propio para centrarse en aquellas verdades universales que configuran su propia geografía interior. Al fin y al cabo, «la mayoría de las cualidades propias son prestadas» y «la mejor manera de pensar por uno mismo es pensar en todos». Nos entrega, de esta suerte, descubrimientos que pasarán a formar parte de nuestro propio catálogo de verdades posibles, pues «la vida interior es un bien de interés público». Estas no nos llegarán nunca como sentencias o máximas. Como en todo aforismo que se precie resultarán sugeridas, estimuladas, a la vez que terminantes. Distinguimos así su labor de aforista consumado. De quien al toparse con una vivencia esclarecedora la centra en la mirilla y la abate con lirismo para brindársela a los demás. De este modo, sus propios pasos serán ya para siempre nuestra particular ruta en el mapa de una gnoseología superior. Razón por la cual cuando leamos algunos de estos aforismos sentiremos que nos introducimos en un mar del que «solo se puede salir renaciendo». O en un cielo, añadimos. Porque, como nos recuerda Chesterton, el poeta ―y Mocher lo es en este libro― aspira a meter su cabeza en el cielo, y esto lo convierte en el hombre más sano, en contraposición con el razonador, que enloquece al intentar meterse el cielo en la cabeza. No en vano, «el amor es razón suficiente para no creer solo en la razón», y «el buen aforismo tiene algo de masaje cerebral y algo de electrochoque». Los que provocan las olas del mar o las nubes del cielo en las que nuestro autor nos introduce, y de las que salimos dichosos, pues al leer esta colección de aforismos el corazón se estremece, la conciencia se ensancha y el espíritu se reconcilia con los mejores deseos de experimentarnos hondamente humanos.
El libro consta de seis partes de cincuenta aforismos cada una. Cada sección principia con un aforismo que incluye su título, y el último aforismo de la obra acaba como se titula esta. (O quizá en ambos casos sea a la inversa). Sea como fuere, estas circunstancias nos sugieren que nada se ha dejado al azar en este volumen, excepto los azares que procura la existencia, de donde nace la profundidad de la mirada que aquí se despliega, pues «la fórmula exacta de la felicidad se encuentra muy cerca de ese instante en que dejamos de buscar fórmulas exactas».
Entre el lirismo, las proyecciones morales, la crítica social, las certezas del espíritu y hasta la metaliteratura oscilan sus motivos. Si bien, primeramente, su virtud ―ya se ha comentado― es poética, confirmando, como nos recuerda Lorenzo Oliván, que los mejores aforismos podrían verse como relámpagos que iluminan lo oculto. Carlos Marzal sostiene, asimismo, que poeta y aforista comparten idéntico apego por la intensidad del lenguaje. Nada más en consonancia con nuestro caso.
A propósito de los asuntos, hallamos vasos comunicantes entre aforismos. De esta forma, los de sesgo poético se convierten en insinuaciones morales, como al leer que «sigue siendo un niño quien sabe que la nieve puede dejar huellas en sus pasos». O los de trasfondo moral en disparos líricos. De esta suerte, por ejemplo, «cuando crees que algo falta, sobran muchas cosas». También la humorada en greguería, en la que las relaciones jocosas y metafóricas prenden hogueras inesperadas, como le gustaba a Ramón Gómez de la Serna, a cuya manera encontramos textos que nos roban una sonrisa a la vez que nos conmueven por cuanto desvelan. Así, leemos que «los niños van por la vida con libertad de cátedra» o «los ejercicios de humildad son los más cardiosaludables». Al final, los motivos se solapan, complementan o repiten desde diversas perspectivas, compartiendo muchas veces los mismos aposentos argumentales. Abundan, de este modo, las alusiones a la alteridad, pues «si pasas imperturbable por el prójimo es que no has pasado». A la conciencia de fragilidad y la sencillez, ya que «somos mucho más completos porque la vida nos rompe» y «qué inútiles nos volvemos cuando solo podemos darle importancia a las cosas útiles». Al valor del instante y la implicación personal, pues «el infinito es un instante vivido en su máxima plenitud». Al corazón que se alegra dado que «la alegría, por pequeña que sea, termina inclinando la balanza a su favor». Al silencio consciente y la vivencia liberadora ―explícitamente cristiana en ocasiones―, porque «algo nos susurra Dios cuando sentimos el eco del silencio» aunque «cuando los pájaros cantan Dios es uno y, más que nunca, trino». A la importancia de la apertura y la tolerancia, ya que «cerrarse a lo extraño es el mayor desprecio que se puede tener con uno mismo». A la búsqueda de la luz, sin olvidar que esta es «la flor de las ramas desnudas». Al llamamiento a hacer camino y a tener presente que «también hay que hacer un camino en la pausa». Y a un cuantioso rosario de otros muchos temas emanados del compromiso con las verdades sustanciales que nos permiten albergar esperanza y mantenernos vivos. Por descontado, coronándolos hallaremos algunos específicos de la briega con los pormenores de la bondad y la belleza, y se nos advierte de que «en los tiempos que corren, la bondad es el harakiri más hermoso» y, ay, «cuánto nos está aventajando en humanidad La Piedad de Miguel Ángel». Tampoco se rehúye el sentido crítico y el aforismo se convierte en agente desinfectante. La corrupción política, la vanidad, la soberbia, la pandemia y sus demonios, y hasta la guerra son algunas de las sendas que se adentran en este horizonte. Por eso encontramos, por ilustrarlo de alguna manera, inteligentes metáforas a partir de conceptos de psicología, como cuando se alude al condicionamiento clásico para referirse a los políticos como aquellos «que ven una puerta giratoria y comienzan a salivar». O se nos habla de lecciones brindadas por la historia o de aberraciones de la actualidad, cuando leemos que «de la peste negra tampoco salieron mejores» y «hay quien piensa que la mejor forma de terminar con una pandemia es montando una guerra».
Celebramos haber encontrado un comensal literario tan lúcido y generoso. Alguien que nos obsequia con los tesoros que se va encontrando ―ya lo dijimos― para ayudarnos a calmar nuestra necesidad de juicios promisorios de esperanza. Y que para hacerlo rescate la mejor herencia de la tradición aforística. Si para Mocher «al escribir un aforismo, Ramón Eder vuelve», nosotros pensamos que en esta reunión comparecen tantos otros cultivadores notables del género hoy en día. Una pléyade de nombres que nos recuerdan que después de los Antonio Porchia, José Bergamín, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Julio Torri o al aludido Ramón Gómez de la Serna, entre otros muchos, el aforismo goza de una salud extraordinaria en nuestro idioma.