«Cero»
Rafael Lema
Cero es el tercer poemario del madrileño Pablo Luque Pinilla, que acaba de editar el sello sevillano Renacimiento y llegó a mis manos este agosto. Ceros y círculos, condenadas geografías, palabras que como todas son y surgen por contraste, en lucha con la inmediata para lograr un verso, prodigio de la lengua, escultura elaborada con los huesos de los náufragos de los malditos navíos que buscaban el bendito surco de las islas innominadas.
En la Costa da Morte sobrevivía un soñador apátrida llamado Man; habitante de un círculo, llenó su patria de circos de distinto tamaño, sobre casas, montañas, diques portuarios. Lo conocí de pequeño, con mis tíos, con los que hablaba alemán, la lengua de sus muertos; lo intenté definir, más que comprender, de joven; lo perdimos cuando aquella marea negra, el año que mudamos de era y todo se cambió. Nada fue igual desde entonces en la redondez del globo, y la poesía -intangible fruto dañado e hiriente- también sufrió las convulsiones del siglo, pues de la sociedad se nutre y a sus poetas devora. De las heridas del poeta y de sus musas, en el juego de la vida dúplice de nuestro desvalido ser de materia y espíritu, nacen estos versos.
En tiempos de twitters, nocillas y evanescentes neohaikús, celebro la poesía en donde las palabras pesan, como en toda obra trabajada y meditada, cerrada y circular. El verso se sostiene por sí mismo, arrebatando su filiación, su origen, cuando en él se desprende la demediada fatiga del ser y el mundo, el ejercicio de sincronías y diacronías marcadas por la angustia y el deslumbramiento de las imágenes, la búsqueda del tono, la definición del eco.
En el siglo XXI alcanzamos mayor conocimiento, arrancamos mayor número de hojas al árbol de la sofía en donde Adán conspiraba con la serpiente contra Eva, y pese a ello tenemos frío, mucho frio, mucha más hambre que Virgilio y Dante, a los que no les faltaba el abrigo metafísico de la lluvia dorada. Pero no hemos dejado morir la poesía; algunos seguimos reclamando su pulso, animando su magia, estimulando su ánima; es nuestra vacuna descargada de consciencia.
En Cero siento el círculo como un dolor en los ojos, sin principio ni fin. La respuesta que devuelve el cielo a nuestro grito es un eco, una orografía de signos sin código. No queda la huella del descanso de los dioses sobre la hierba verde, a causa del tiempo, el viento, el agua. Ni las aladas señoras del cielo dejaron sus pasos en la arena, porque año a año el mar se eleva, crece, arrebata paseos, pantalanes, rompeolas. Pero sí hay un origen, también en la redondez de la esfera, cuando el lápiz clava su punta sobre la superficie de un trozo de materia que se deja amar. Alfa-omega, él-ella. No hay vida sin entrega, sin descubrimiento de contrarios que se unen. Todo tiene un comienzo, es una gran verdad, también el retorno tiene inicio. Los caminos descargan en el mar, algo físico que ya no oculta isleños paraísos. Nosotros, los del oeste que llegamos del este y somos hijos del trébol, lo sabemos. Maldito seas círculo, vana ilusión, fatiga de las horas desveladas, búsqueda de revelaciones sin sentido.
Bendito el camino que intentamos hollar, nuestros extravíos, dudas, genuflexiones, desánimos. Todo para llegar a la concusión de que ceros y nadas no existen, no se sostienen, solo son invento de poetas. Como la misma poesía. Pero no por ello contradigo al autor, «nuestro vínculo es un ámbito de asombro». La poesía cree en lo que vemos y en lo que no vemos, desmiente a los cautivos de la ira, a los que cobijan entre algas esferas de sombras. El poeta habla de espacios sagrados, sabiendo que vive en un avispero ácrata e inhóspito, pero tiene un portulano de querencias, de voces, de lecturas; unas coordenadas de desafíos y abandonos, y sostiene su vela en medio del océano, contra viento y marea.
Texto fuente: Cero – Adiante Galicia