Tratemos, para empezar, de hallar algún libro en nuestra tradición más inmediata que nos ayude a calibrar el calado de SFO. Y, como no podía ser de otro modo, el primero en que pensamos es, a pesar de la distancia geográfica entre una y otra ciudad, Poeta en Nueva York, el libro más americano de García Lorca. Digo «americano» y digo bien, pues, como es sabido por todos, los poemas no se ciñen única y exclusivamente a la ciudad de Nueva York, sino que saltan a la isla de Cuba. Lo cual, de entrada, marca ya una diferencia esencial con el libro de Pablo Luque y José Luis Rodríguez: excepción hecha del primer poema, trasunto del viaje, un viaje simbólico por lo que de desplazamiento no tanto físico como mental tiene, el resto de la colección deambula en exclusiva por las calles y los hitos de la ciudad de San Francisco.
Pero busquemos semejanzas y no tanto las divergencias, para lo cual tendremos que estudiar las imágenes de sendos libros. Nos habíamos acostumbrado a pensar en Poeta en Nueva York como un todo compuesto de poemas y fotografías. La edición de Cátedra así lo dejaba entender e, incluso, en la sección que dedicaba a explicar la elección que el propio poeta granadino había hecho de fotografías, fotomontajes y postales, se vanagloriaba de ser esa la primera vez en que el libro de Lorca aparecía íntegramente, sin que se le hubieran robado las instantáneas, como sí había sucedido en ocasiones previas. Nos habíamos acostumbrado a concebir Poeta en Nueva York como un conjunto de versos e imágenes, decía, cuando de pronto apareció en la primavera de este año la edición de Galaxia Gutenberg para llamarnos al orden: tres son las declaraciones que se recogen en el prólogo a esta edición y todas ellas dan noticia de cómo se le convenció al poeta de que incluir esas imágenes sería un verdadero despropósito. Pero lo relevante del caso no es que García Lorca se dejara persuadir por los argumentos de sus amigos y editores, sino, antes bien, las razones que se exponían en aquellos argumentos: no podían casar sus propios dibujos con postales turísticas. Quizá los fotomontajes tendrían un valor artístico, sorpresivo (me viene a la mente el retrato de Walt Whitman y sus pobladas barbas canas adornadas con mariposas), pero nada podría extraerse de las postales, de las imágenes tópicas como las tan manidas de la Estatua de la Libertad o de Wall Street, referencias icónicas, sí, pero que no aportan carga artística alguna. Por su parte, y muy al contrario que el libro de Lorca, SFO es un organismo vivo compuesto de imagen y palabra al cual, si se le tratase de amputar alguno de sus miembros, moriría desangrado. No tendríamos, en fin, un libro cojo o manco, sino que atacaríamos sus entrañas, sus órganos vitales. En SFO palabra e imagen son indisociables: sin palabras, las fotografías lograrían detener el tiempo, pero adolecerían de explicación y contexto; sin imágenes, los versos se harían volanderos, carecerían de asentamiento, sufrirían un proceso de licuación semántica hasta transmutarse en volutas de humo.
Así pues, Poeta en Nueva York no nos ayuda en nuestra empresa. Obligados nos vemos a dejar de lado igualmente las colecciones poéticas de cariz ecfrástico, pues el objetivo de sus poemas no son fotografías, sino pinturas, con lo cual el punto en común que habría de actuar como fulcro entre los libros tampoco se sostiene. Haciendo un esfuerzo, quizá de Aníbal Núñez podríamos releer Estampas de ultramar, pues los poemas surgen a partir de unos grabados de viajes. Pero estos, a pesar de incluir algunas escenas con nativos estadounidenses o de la vida urbana de aquel país, tienen demasiado de viaje decimonónico y colonialista, aventurero en su peor sentido, esto es, en el sentido de novelesco y literario. Sin embargo, ni con esas logramos trazar líneas de convergencia entre SFO y otros libros anteriores, pues la única alusión que tenemos a un viaje en el libro de Pablo Luque y José Luis Rodríguez es, como ya he señalado con anterioridad, la que se encierra en el primer poema: «El viaje es largo», que, desde luego, alude a lo extenso en el tiempo al desplazarse desde España hasta San Francisco (en avión, más de un día), y que se carga de simbolismo cuando continúa con «No hay firme ni trazado posible, ni imagen que desdoble un horizonte», esto es, el viaje de por sí no posee un valor intrínseco, pues se ha convertido en un paréntesis entre el punto de partida y el destino final, o acaso sea que el viaje verdadero no aparece ni en guías turísticas ni en ningún mapa. Mientras que el libro de Aníbal Núñez gira en torno a imágenes recogidas por todo el orbe, con el fin de exponer las bondades de lo exterior frente al provincianismo español anterior a la transición, SFO orbita en torno a San Francisco, partiendo de una visión, digámoslo así, escéptica, escamada incluso con lo que habrá de encontrarse. No hay plan de acción, ni guía turística que nos conduzca por el laberinto de la ciudad. De hecho, no hay aventura ni deseos de imponer nuestro criterio sobre el de los habitantes de aquella ciudad.
¿Recurriremos, entonces, al Cuaderno de Nueva York de José Hierro? Mucho me temo que tampoco. Si Lorca se quedaba boquiabierto al contemplar la ciudad, convirtiéndola en eterna, así como en fuente de sufrimiento y pesares sin fin, en masificación y visiones imposibles, Hierro sabe de sobra, en las postrimerías del siglo XX, que Nueva York no reviste la posibilidad del pasmo, ni para el viajero ni para el poeta. ¿Y qué decir de El mapa de América de Pablo García Casado? ¿Demasiado narrativo? Es posible que así sea. ¿Quizá, pues, indagaremos en ese otro, Nueva York: ciudad del hombre de José María Fonollosa? En este caso, creo, no andaríamos demasiado desencaminados, pues el deseo de los poemas de Fonollosa es surgir allí donde el contexto es adecuado, casi de modo espontáneo. Así lo revela el hecho de que los poemas de la colección de Fonollosa tengan por título nombres de calles, sin que haya relación entre estas y lo que el poema abriga. De igual modo, en SFO la mayoría de los poemas carece de título, pues nacen de la urgencia del instante casual, el que ha atrapado la fotografía con las perspectivas más insólitas, al sesgo en no pocas de ellas, en apariencia tomadas con premura y sin haberse estudiado su composición sino aventurando esta a los millones de posibilidades que la permutación de los elementos callejeros puedan ofrecer al objetivo y al dedo que aprieta el disparador.
Llama la atención observar que, de entre todas las fotografías que se incluyen en SFO, tan solo en dos de ellas hay ausencia de personas, aunque más me atrevería a decir que, propiamente dicho, es en una sola: no tomo en cuenta la que, al comienzo del libro, justo antes de que den sus primeros pasos los versos, ocupa ambas páginas toda ella en tonos de gris —el mar de la bahía, la boya, los edificios al fondo, envueltos entre brumas—. La conclusión que se extrae de esta abundancia de figuras humanas es, precisamente, la vocación personal de los poemas. Fíjense en que no digo «subjetiva», sino «personal», esto es, orientada hacia las gentes que pueblan la ciudad. No les interesa a nuestros autores su propio interior, su subjetividad, muy al contrario de lo que hiciera Lorca en su Poeta en Nueva York, hasta el extremo de que casi pareciera en ocasiones que la ciudad fuera mera excusa para arrojar sobre las páginas su estado de ánimo, el dolor que le causaba la contemplación de la gran urbe. En SFO, por contra, las instantáneas inspiran unos poemas sustantivos, que si son descriptivos es porque el lector va dando pespuntes a los retales de nombres que se le ofrecen con el fin de poner en marcha la imagen estática. En este mismo sentido, es notoria la cantidad de poemas en que la voz poética es impersonal, o en los que sencillamente se describen escenas o situaciones en tercera persona, objetivamente. Leemos, eso sí, verbos en primera persona del plural en un buen número de poemas («Venimos a ocultarnos en el espacio / que nos reserva esta ciudad» o «Velamos de soslayo el nacimiento de la diosa» o también «Accedemos fluyendo entre el asfalto / por laderas de metal y olas de ceniza»), lo cual es más una estrategia lingüística para involucrar al lector que la aparición de un yo lírico. Son tan solo tres los poemas escritos con un yo lírico en primera persona. El primero, «Falling Slowly», cuyo comienzo es «No sé si eres real o acaso la huella que deja el saldo del deseo», es el único que hace alusión al estado anímico o al pensamiento del sujeto hablante («Todos me dicen que soy distinto desde que estuve en San Francisco», se nos confía), pero sin recrearse en ello, pues surge, como en todos los poemas, de la contemplación de un instante y concluye con una nota general, una reflexión de alcance universal. El segundo de los poemas en primera persona carece de título, pero se inicia con el verso «Te contemplo como a un escaparate», prueba de que la intención del yo poético es mantenerse independiente del objeto observado, lo cual se recalca enfáticamente unos versos más abajo: «La distancia es transparente, / y nuestro abismo un muro opaco». Por fin, en el tercero de los poemas en primera persona, que lleva por título «Ángulo recto», quien habla es una de las dos bañistas retratadas, de modo que nos hemos adentrado en los pensamientos de alguien que no es tampoco el poeta. En conclusión, estamos ante un poemario labrado con voluntad de que sean los objetos y las personas quienes hablen, de que con su discurso involucren al lector-observador. Nos encontramos, pues, en las antípodas de la poesía confesional.
En ocasiones, incluso, da la impresión de que las palabras se esfuerzan en sacar a las figuras retratadas de su estado de hibernación, de su quietud eterna, para ponerlas de nuevo en marcha, para insuflarles una nueva vida a sus protagonistas. Nombrar es, por otra parte, el gesto adánico por excelencia, y estos poemas adquieren calidad adánica al otorgarle nombres a los instantes. Tiempo en fuga atrapado en imágenes y recuperado en el transcurrir de la lectura, voluntad de que el olvido no se adueñe de todo, de que sea lo escrito lo que prolongue los instantes, los estire y regenere. Perseverancia en arrancar de su letargo la imagen congelada, en devolverle a la vida su dimensión temporal a través de la palabra.
Luque y Rodríguez captan lo extraordinario de lo ordinario en los rincones de San Francisco, desnudándolos de cualquier nota glamurosa que su cercanía con Hollywood pudiera incitarnos a añadirles, y usan para ello, como he insistido una y otra vez, imágenes y palabras. Habrían querido incluir, con todo, el elenco completo de posibilidades sensoriales que se le ofrecen al paseante. No solo la imagen y la palabra, sino también los sonidos, los olores e, incluso, las sensaciones táctiles. La plasticidad de las fotografías suple estas últimas y, en cuanto a lo sonoro, los autores se han preocupado de añadir diez minutos de sonidos callejeros en una aplicación para tabletas. Faltan, con todo, los olores. Yo no he estado nunca en San Francisco, pero sí he vivido en Chicago y he visitado otras grandes metrópolis norteamericanas, como puedo suponer que algunos de ustedes también lo han hecho, y con solo hacer un pequeño esfuerzo de memoria sensorial, leyendo SFO se me inundan las fosas nasales de los aromas de los restaurantes tailandeses, mexicanos o griegos, del agrio escape de los autos, tan distinto al que estamos acostumbrados a oler en nuestra tierra, y eso es justo lo que la memoria almacena: sensaciones, emociones y pensamientos fragmentarios que se afanan en pertenecer a un todo. Y, al fin y al cabo, esto es SFO, el momento en tránsito, el instante a la fuga atrapado con una fina malla, y es los olores que nos envuelven, el sonido que nos acompaña y la piel que percibe la temperatura, quizá una brisa o el roce de un transeúnte que nos pregunta: «Are you ready for the truth?», «¿Estás dispuesto para la verdad?»